Revista de Investigaciones Universidad del Quindío,

34(S5), 167-174; 2022.

ISSN: 1794-631X e-ISSN: 2500-5782


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La desigualdad social como práctica colectiva, más allá de la igualdad de oportunidades


Social inequality as a collective practice, beyond equal opportunities



Miguel Ángel Vite-Pérez1.


1. Instituto Politécnico Nacional, México. germanmtzprats@hotmail.com


* Autor de correspondencia: Miguel Ángel Vite Pérez, e-mail: germanmtzprats@hotmail.com



Resumen


El objetivo del artículo fue la configuración de una interpretación acerca de la desigualdad social como parte de una sociedad capitalista, que ha sufrido cambios en el momento en que se desligó el trabajo asalariado de las protecciones sociales, derivadas de un sistema de bienestar estatal. Esto generó una desigualdad social multiplicada, donde la asistencia social, ha resultado insuficiente para detener las consecuencias negativas de una vulnerabilidad fragmentada, anclada en el principio de la igualdad de las oportunidades, ajustada con la aceptación de la desigualdad por méritos.


Palabras clave: Desigualdad social; vulnerabilidad; méritos; igualdad de oportunidades.


Abstract


The aim of the article was to configure an interpretation of social inequality as part of a capitalist society, which has undergone changes at the time when wage labour was detached from social protections, derived from a state welfare system. This generated a multiplied social inequality, where social assistance has been insufficient to stop the negative consequences of a fragmented vulnerability, anchored in the principle of equality of opportunities, adjusted with the acceptance of inequality by merit.


Keywords: Social inequality; vulnerability; merit; equal opportunities.


Introducción


El objetivo del artículo fue la construcción de una interpretación sobre la desigualdad social, no sólo como un hecho aislado o derivado de la organización económica capitalista, sino como una práctica social, es decir, una acción social que produce, en consecuencia, una distribución inequitativa de las ventajas sociales, negando el principio de la igualdad formal o legal, y evidenciando la existencia de un sistema de dominación, siguiendo principios ideológicos liberales o igualitarios, bajo un control real de privilegios, caracterizado por ser jerárquico y monopólico, acorde a los intereses particulares de quienes ejercen el dominio sobre los demás integrantes del grupo.


La desigualdad social como un sistema de dominio obliga a analizarla no como un fenómeno exclusivamente económico, sino como la forma en que se ha organizado y justificado, bajo los diferentes principios ideológicos o morales, la aceptación colectiva de las asimetrías entre los integrantes de una sociedad.


Por tal motivo, la banalización de la sociedad como un medio para disminuir las desigualdades sociales ha dado paso a la creencia liberal, que ha enfatizado o destacado, que la desigualdad es un problema derivado de la voluntad individual. Con otras palabras, depende de las decisiones personales, vinculadas con el esfuerzo, capacidades, conocimientos, gustos o preferencias.


Lo que se intenta fortalecer como hipótesis es que la dimensión social de la desigualdad no tiene como causa sólo las fortalezas creadas por las capacidades y conocimientos individuales, sino por la manera en que se han construido múltiples sistemas de distribución de las ventajas creadas, por ejemplo, por un sistema económico capitalista.


No es un problema de atributos individuales y aislados porque los mismos son resultado de creencias y valores compartidos socialmente, es decir, cada grupo social ha adoptado sus respectivas creencias para incluir o excluir, dando pie a que la igualdad sea sólo en el plano de compartir aspiraciones o utopías, identificadas con la igualdad de posiciones o con una igualdad desprendida de los méritos.


Por ello, en este trabajo se destaca que el tema de los valores o creencias son una variable importante cuando se estudia la desigualdad social. Sobre todo, desde el valor de la inclusión, ligado con los principios de igualdad de oportunidades, se aceptan a los nuevos integrantes del grupo o se excluyen a los que no están dotados de esos atributos porque sus creencias y mitos son contrarios aquellos.


El artículo se dividió en tres partes: en la primera se argumenta el significado de la existencia de un sistema de bienestar estatal para controlar las consecuencias derivadas de la desigualdad social creada por la expansión de las nuevas formas de acumulación de capital, en la segunda parte, se analizó el sentido de la llamada función social del mercado, ante el desplazamiento de la idea que argumentaba que el Estado debía de controlar los ímpetus de ampliación de los beneficios del capital. Finalmente, se presentan las conclusiones donde se destacó la idea de que la lógica organizativa del Estado es diferente a la lógica de las empresas, lo que debe de servir para interpretar la normalización de la vulnerabilidad como una condición estable para los privilegiados y vulnerables.


El Estado y su control de la desigualdad social


De acuerdo con Esping-Andersen (1993), el Estado ha organizado su dominio social bajo modelos políticos que, desde un punto de vista general, han intentado atender los reclamos de algunos grupos sociales: obreros, campesinos, jóvenes, etcétera.


Una institución como el mercado fue considerado por Adam Smith como el medio más adecuado para desterrar la desigualdad y las clases (Esping-Andersen, 1993, págs. 25).


Por ello, esa visión consideró importante que los obreros desarrollaran, vía su salario, una dependencia mayor con el mercado, convertido en el espacio distribuidor de las mercancías producidas en una economía capitalista. En consecuencia, se oponía a las ayudas estatales para los pobres o excluidos del mercado capitalista.


Mientras, en el modelo socialdemócrata, sólo su representación parlamentaria y en el ejercicio del gobierno, se podría elaborar leyes y políticas, que concretaran los ideales socialistas como la justicia, igualdad y solidaridad (Esping-Andersen, 1993, págs. 70).


Sin embargo, un punto de vista institucional argumentó que la economía capitalista debería de estar subordinada a las necesidades de las comunidades, lo que se podría lograr a través de una política social para controlar los excesos de un proceso de mercantilización, controlado por el capital y que buscaba sólo hacer negocios con la naturaleza y los diferentes aspectos de la vida humana (Polanyi, 2014, págs. 325-349).


Pero, desde la perspectiva de las tesis democráticas, la ciudadanía fue una construcción a base de los derechos políticos y civiles, sin embargo, más tarde, como parte de los conflictos entre obreros y capitalistas, se incluyeron los derechos sociales, garantizados a través de las políticas sociales, sostenidas por un sistema de bienestar estatal (Pisarello, 2007).

Por tal motivo, el Estado interventor, según Sotelo (2010), buscó disminuir la desigualdad social, y su crisis, sólo se trato de su organización a través de un sistema de subsidios a la demanda, conocidos como salario social, que protegía a los obreros de las consecuencias negativas derivadas de la dinámica económica capitalista.


El argumento principal es que lo social, según Sotelo (2010, págs. 231-232), se le identificó con la presencia de un seguro público con ingresos mínimos para que se atendieran eventualidades como la enfermedad, la vejez, la discapacidad, el desempleo, con otras palabras, la vulnerabilidad y la precariedad, lo que se diferenció con la existencia de un Estado interventor o keynesiano que fue más funcional a la acumulación de capital, apoyado en el consumo masivo, utilizando el gasto público para la construcción de infraestructura y servicios públicos, insisto, vinculados más a las necesidades del capital, lo que después se le conoció como la época del neoliberalismo (Harvey, 2007, págs. 98-99).


En consecuencia, la organización de lo social a través del Estado fue para atender la vulnerabilidad y la precariedad originada de manera directa o indirecta por la economía capitalista de mercado, adquiriendo una dimensión universal, lo que abarcó a todos los integrantes de la sociedad, dejando de lado el principio de la exclusión, mientras, que en otras situaciones, se visualizó que el mercado tenía fallas, lo que afectó más a los marginales o pobres, quienes deberían de ser atendidos por un sistema de bienestar estatal no universal, sino residual (Richard Titmuss, citado por Esping-Andersen, 1993, págs. 40).


De este modo, la organización estatal tendría su injerencia particular en la manera en que las desigualdades sociales se gestionan o administran para controlar las disputas o conflictos entre individuos y grupos, con relación a la distribución de las ventajas sociales.


Sobre todo, que la expansión de la mercantilización capitalista en la producción económica y en la reproducción social resulta en un desvanecimiento o liquidación de los derechos sociales, observados como protecciones sociales para evitar la pobreza, la miseria, la dependencia total de la vida humana a las directrices de la acumulación de capital.


En este sentido, las políticas sociales garantizan derechos sociales mediante la desmercantilización, es decir, los servicios públicos se prestan como derechos no como mercancías, por tal motivo, el usuario o derechohabiente no esta obligado a desembolsar un monto de su ingreso para su pago (Esping-Andersen, 1993, págs. 41).


Ahora lo social que, desde un punto de vista sociológico, se le ha relacionado con la solidaridad o la cohesión social, se ha logrado de manera diferenciada a lo largo de la historia, pero siguiendo el principio de protección de parte de un grupo o comunidad de algunos de sus miembros que, por sus circunstancias personales, no tienen como generar sus medios de subsistencia.


Pero lo social, como solidaridad o cohesión, encontró su desarrollo en la sociedad salariada: cuando el trabajo se convirtió en el articulador esencial de la vida social, encontrando su significado en la presencia de protecciones estatales del empleo, mejorando el nivel de vida y disminuyendo, al mismo tiempo, las probabilidades de sufrir las desventajas sociales, identificadas con la pobreza y la miseria (Castel, 2004).


En este caso, la desigualdad social no desapareció, pero adquirió otra fisonomía: una desigualdad social nacida de las diferentes posiciones ocupadas en el proceso de producción, lo que provocó que las diferencias salariales no fueran significativas o abismales (Dubet, 2011).


Las consecuencias de la desigualdad por posiciones en el proceso de producción capitalista fueron controladas por las políticas de protección de la relación asalariada provenientes de un sistema de bienestar estatal, lo que cambió cuando la desigualdad social fue considerada como un hecho socialmente aceptable porque se basaba en los méritos y en la competencia, en la productividad y en los conocimientos y habilidades, sólo los mejores recibirían altos ingresos en comparación con los menos habilidosos y productivos, es decir, las ventajas sociales fortalecerían las posiciones de los privilegiados (Dubet, 2015).


Y el sistema de bienestar estatal se desligaría de manera paulatina del trabajo asalariado, generando una mayor precarización de este último, cuya autonomía del sistema de bienestar estatal le permitiría transformarse en asistencia social para la atención sólo de algunas necesidades de los excluidos o marginales (Castel, 2010).


La transformación del sistema de bienestar estatal en asistencia social, perpetuando la precariedad y vulnerabilidad, fue parte de la consolidación del modelo económico neoliberal, apoyado en una subordinación de lo social a los principios del mercado (como la competencia y la productividad traducida en altos beneficios), donde la desigualdad social fue tolerada y aceptada socialmente ante la desaparición de las utopías de la igualdad social, encarnadas en los sistemas del socialismo real de la Europa central y del este (Escalante, 2015).


En este caso, la lógica de lo estatal orientada por la atención de las necesidades humanas como derechos, buscando también la realización de los principios de la igualdad social, fue desplazada de manera parcial o total por la lógica de los negocios privados (Offe, 1999, págs. 62-87), donde la expansión incesante de mercantilizar debilitó lo social, impulsando la incertidumbre, acompañada de los sentimientos de frustración y resentimiento, resignación e ira, experimentadas como emociones individualizadas, lo que fue resultado del crecimiento de las desigualdades sociales que, en ocasiones, se han expresado como violencia contra los que los conservadores han señalado como los culpables: migrantes, desempleados, pobres o los individuos que sobreviven del desperdicio o de la asistencia social (Dubet, 2020, págs. 65-66).


¿Por qué se aceptó la desigualdad por méritos? Porque se interpretó desde el principio de la igualdad de oportunidades: todos somos capaces, sin embargo, hay que demostrarlo, y la exclusión no se permite sólo la originada por los méritos.


La interpretación teórica que argumentó que las instituciones estatales, más allá de los principios jurídicos y formales de la igualdad, eran necesarias para evitar la expansión de la mercantilización capitalista debido a que creaba una mayor desigualdad social, se debilitó cuando se presentó la crisis del Estado interventor o de bienestar, comenzando a mediados de los años 70 del siglo XX en los países desarrollados, que en su momento ayudó a la realización de los principios de igualdad reactivados por las protestas obreras y antes por las revoluciones sociales como la Rusa (en 1917), fueron abandonados para aceptar la desigualdad social justificada por la ideología del capital humano, cuyo protagonista principal sería la institución escolar, subordinada a las necesidades de productividad de las empresas privadas (Jarquín, 2021).


La desigualdad social subordinada al mercado


El principio de la igualdad de oportunidades articulado a los méritos para buscar una mayor profesionalización de la administración pública, donde privaría una racionalidad instrumental (medios/fines), se reflejaría en el manejo óptimo del presupuesto, lo que significaría que la idea de costos/beneficios de las empresas privadas se había trasladado al Estado como su reforma principal (Aguilar, 1991; págs. 1-42).


El mercado cumpliría la función social mediante la estimulación de la competencia individual, siempre y cuando, sus potencialidades estuvieran mercantilizadas para cumplir con el objetivo de aumento de la productividad de las empresas. Sin embargo, la búsqueda incansable de invertir en nuevas opciones para lograr mayores beneficios, ante el agotamiento paulatino de los procesos de producción usados, resultado de una mayor competencia entre empresas, se ha impulsado el nacimiento de monopolios para controlar, en el largo plazo, los altos beneficios sostenidos por las innovaciones tecnológicas ().


Por tal motivo, la desigualdad social, acorde al modelo económico neoliberal, se ha subordinado a los diferentes méritos, cuyo sentido se encontraría en su alta probabilidad de ayudar a la acumulación de capital. Entonces, el principio de la igualdad de oportunidades ha ayudado a la aceptación de las desigualdades sociales, que han configurado diversas situaciones de incertidumbre, transformada en emociones negativas, con un fuerte potencial de violencia, lo que ha dejado de ser exclusivo de los subempleados y desempleados porque ahora se le han anexado nuevos grupos sociales (Dubet, 2020, págs. 28-29).


La nueva desigualdad social ha dejado de tener como causa única las diferencias salariales y de consumo para presentar una diversidad de causas como las creencias y preferencias sexuales y religiosas o el origen étnico o por la condición de género al ser mujer o migrante (Dubet, 2000).


Lo anterior también significaría una distribución no equitativa de atributos entre los individuos o grupos, lo que también se extiende al plano territorial o regional. Pero dentro de las ventajas sociales no sólo se contabilizaría la riqueza, sino otro tipo de beneficios, sobre todo, los costos como las enfermedades y el riesgo de sufrir una muerte violenta o por la contaminación de tierras y aguas (Tilly, 2000, págs. 58-59).


Pero las categorías sociales sólo muestran que los integrantes dominantes acaparan más oportunidades y beneficios por ser privilegiados, ante los que no lo son y aceptan, en consecuencia, sus posiciones de subordinación y escasez (Tilly, 2000, págs. 97).


El discurso de la desigualdad social es binario porque los privilegiados comparten creencias y valores, ligados a la igualdad de oportunidades, que sólo encontraría su significado en los que están imposibilitados para acceder a los beneficios de los que fueron excluidos, se supone, porque sus capacidades y conocimientos son insuficientes para ser parte del grupo que goza de una mejor posición social (Alexander, 2019).


Mientras, las instituciones estatales se limitarían a resguardar el orden social neoliberal y no intervendrían en la contención del proceso de mercantilización capitalista, donde el empleo no esta protegido por el Estado, volviéndose más precario e inestable, lo que no ayuda a superar las situaciones de pobreza y miseria (Wacquant, 2000).


Desde, el punto de vista de Castel (2004), el empleo precario fue resultado del fin de las protecciones estatales, acompañado de bajos salarios y de la inestabilidad relacionada con la temporalidad del empleo, es decir, un trabajo por horas o por meses, para después volver a una situación de desempleo.


El trabajo se convirtió en un costo para las empresas y, en consecuencia, no genera derechos sociales, sino que su subordinación a la dinámica empresarial esta garantizada por su creación de beneficios, lo que ata sus remuneraciones a estos últimos.


En este sentido, la función social del mercado se ha concretado a través de la organización de los méritos como parte de las relaciones sociales, lo que la exclusión social no sólo significaría desligarse de lo social o colectivo, sino estar al margen de las ventajas sociales por no poseer los atributos requeridos para acceder a los beneficios de un capitalismo de servicios o postindustrial (Cohen, 2007).


La desigualdad social como sistema de dominación, basado en el control de ventajas sociales, cuyo rasgo no cambió, sin embargo, ha establecido otros métodos para despojar y aumentar las posiciones de privilegio a costa de empobrecer a la mayoría (Harvey, 2021).


Así se ha ido desvalorizando las capacidades y conocimientos de los individuos, lo que amplía el universo de los precarios. Pero cómo se gobierna a estos precarios que viven en la incertidumbre, la respuesta es mediante la amenaza al criminalizarlos cuando se les han conferido atributos negativos (Lorey, 2016; págs. 25-26).


El propósito de criminalizarlos es su neutralización al individualizar sus costos para controlar posibles conflictos, mientras, la acción estatal ha normalizado la precariedad como una situación general en el capitalismo neoliberal.


La condición de la precariedad y la vulnerabilidad se ha generalizado y ha aparecido como una manifestación de la desigualdad social, mediante el dominio de una jerarquía que justifica el monopolio de los privilegiados sobre los beneficios, que demandan inmunizarlos de una posible alteración proveniente de los precarios (Lorey, 2016, págs. 28-29).


Sin embargo, los precarios tienen algo en común, su condición, pero la manera en que se vive es diferente y, desde el gobierno neoliberal, no tienen protección social alguna por lo que viven expuestos de manera permanente al peligro de morir al ser sólo vidas sin ningún valor derivado de los atributos creados por las instituciones sociales (Lorey, 2016).


Sin atributos sociales, la vida de los vulnerables ha sido visualizada como una amenaza para los privilegiados, pero como los vulnerables viven de manera fragmentada se hace imposible una acción colectiva unificada, lo que reproduce la desigualdad entre los mismos precarios o vulnerables.


El hecho social llamado vulnerabilidad ha invalidado los efectos de una asistencia social, que ha dejado de lado su capacidad de protección, ante la generalización de la precariedad y de un capitalismo neoliberal, basado en el principio de la igualdad de oportunidades, donde no se niega la aspiración igualitaria, pero cuando se compite a través de los méritos se acepta una desigualdad social justa porque proviene de los méritos distribuidos de manera desigual entre los integrantes de la sociedad, lo que no sigue el principio de la equidad.


La desigualdad social es persistente porque existe un acaparamiento de oportunidades organizados por categorías sociales pares, es decir, privilegiados/no privilegiados, con un discurso que normaliza la situación y obliga a los no privilegiados a emular ventajas que no tienen un impacto en la transformación de la manera en que se distribuyen las ventajas sociales (Tilly, 2022, págs. 362-363).

Pero también entre los vulnerables existe una desigualdad que los fragmenta y cuya vida biológica no tiene sentido social dentro de la sociedad, lo cual los expone a mayores riesgos diferentes a los que se presentan entre los que gozan de los privilegios.


Conclusiones


La desigualdad social es persistente en la sociedad capitalista a pesar de los cambios profundos que se han presentado en la manera en que se debería de controlar su expansión desde el Estado.

Sin embargo, el fin de la llamada sociedad del trabajo provocó que el empleo asalariado dejará de ser protegido a través de las políticas sociales estatales, creando vulnerabilidad con ingresos bajos, expandiendo una desigualdad social con causas diversas, que han fragmentado las vidas sin significado alguno en las instituciones sociales organizadas, bajo los principios de la igualdad de oportunidades, donde se ha aceptado la desigualdad por méritos, lo que transformó el sistema de bienestar social estatal en asistencia social para conservar la condición de vulnerabilidad, en un contexto de generalización del modelo económico neoliberal.


Referencias


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